BROMA EN LA BRUMA
Héctor
Zabala ©
[...] Cual sombra son nuestros días sobre la tierra, y
no hay esperanza.
1ra. de Crónicas, 29:15
Ambos
se habían desplazado por el sendero como quien dispone de todo el tiempo del
mundo. Ninguno queriendo sobrepasar al otro. El día era desapacible pero igual
encontraron a un muchachito leyendo en un banco. “Al parecer el único ser vivo
del cementerio”, pensó con ironía el más alto de los dos. El joven estudiante ojeaba
Visitations de I.A.Ireland y a su
lado yacía aquella Antología que
Borges reuniera con Bioy y Silvina allá por 1940. El libro estaba abierto en Final para un cuento fantástico porque
al parecer el jovencito andaba comparando textos.
Los
dos se detuvieron ante una bóveda sin número, una arrinconada entre la 46 y la
50. El más alto extendió, ceremonioso, la mano izquierda invitando al otro a
pasar primero; tal vez por ser de apariencia más vieja y débil.
A
nadie se veía ya, ni siquiera al extraño lector, porque el banco había quedado
lejos y la bruma pugnaba intensa. La mano blanca permanecía estirada,
persistiendo en su ruego. El viejo titubeaba, desconfiaba, pero al fin no tuvo
otra que aceptar y entró por delante. Avanzaron los pocos metros que el
interior de la bóveda les permitía. El más alto, siempre detrás, con las manos
ocultas. El viejo se paró frente al féretro de mármol, muy alerta a la otra
figura, embozada y esbozada por la bruma y las sombras. La figura alta se
mantuvo callada unos pasos detrás. Por delicadeza, el viejo no se atrevía a girar
sobre sus talones, aunque no recordara haber visto al otro en ninguna parte.
No, no era un pariente, estaba muy seguro de que no lo era. Ninguno de la
familia solía ser tan seco y desgarbado. Ninguno de los suyos poseía ese porte
inquietante, tan lóbrego, siniestro. ¿Quién entonces?, ¿qué hacía ahí?, ¿qué
buscaba?
Permanecieron
en silencio minutos que parecieron años, pues para entonces todo amenazaba
eterno. La figura alta, siempre con las manos ocultas, sopesaba la decrepitud
del otro, en tanto el viejo buscaba algún brillo delator en el de atrás o quién
sabe qué.
De
pronto, y a pesar de su pésima ubicación, el viejo advirtió el movimiento. Fue
un meneo cansino, leve como el de un suspiro; y enseguida como un susurro,
intuido antes que audible.
El
viejo no apartaba la vista del mármol. Un mármol devenido en pésimo espejo pero
¿qué se podía hacer?, era lo único que había. Sospechaba el propósito de su inquietante
escolta: bastaría simplemente con cerrar la única puerta del recinto.
El
viejo dedujo, aun de espaldas, la sonrisa amplia, repulsiva, de la figura de
apariencia más joven. Los minutos pasaban y el viejo seguía sin atreverse a dar
la media vuelta. Pero era consciente de que si se abandonaba al curso de las
cosas, pronto no habría salida para ningún mortal. La bóveda quedaría aislada
del cementerio y del mundo en cuanto la figura extraña ejecutara su designio. Y
sin embargo, no obstante percibirlo, el viejo no podía reaccionar, estaba
exánime, sin posibilidad de nada concreto.
De
pronto, el mármol cambió sus claroscuros.
—¡No
haga eso, por favor! Después no le será posible abrirla de nuevo —alcanzó a
suplicar el viejo.
Las
bisagras chirriaron. La figura alta soltó la esperada carcajada y con un
empujón remató el temido cierre. El sonido seco de la madera contra el marco no
dejó duda alguna. La bruma por un momento apareció como disipada, mas enseguida
retornó inequívoca por las hendijas de arriba.
—Ahora
no podrá salir —balbuceó el viejo con un hilo de voz, en tanto daba la media vuelta,
consternado.
El
otro se acercó y extendió la mano izquierda contra la pared, como bloqueándole
el paso. El viejo no intentaría apartarlo.
La
figura al fin habló:
—De
ninguna manera, abuelo, mire como salgo de aquí.
Y
entre burlas y risitas introdujo su pálido cuerpo (o lo que fuere) en la gruesa
pared lateral, dejando al viejo con los ataúdes, los mármoles y la brumosa
penumbra.
Una
vez solo, el viejo recordó que jamás nadie, ni de noche ni de día, se animaba a
caminar esos senderos remotos. Estaba aislado, con la puerta cerrada, y a eso
se reducía todo.
Al
rato, el viejo hizo con los hombros un gesto de impotencia y se dijo:
—En
fin, ¿cómo saberlo de antemano? Sólo quise ser amable. Se lo decía por su bien,
no por otra cosa.
Después
se caló el sombrero y, emulando a la figura ya ausente, atravesó la misma pared
de idéntica manera.
“Broma en la bruma” (cuento): Primer Premio en el IV
Concurso Nacional de Narrativa y Poesía de Poetas del Encuentro. San Andrés
(Provincia de Buenos Aires), Argentina, 19 de abril de 2008.
Su blog.realidades y ficciones, me gusta. Hector berenguer
ResponderEliminarMuy bueno, realmente.
EliminarExcelente cuento desde principio a fin.
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